Detrás de cada símbolo, de cada pictograma de orientación o peligro, hay un gran esfuerzo de creatividad rendida a la funcionalidad. Los profesionales explican su historia y sus claves
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Son flechas, formas geométricas con combinaciones de colores, muñequitos y figuras esquemáticas que pueden sacar de un apuro, evitar perderse en un lugar desconocido o meter la mano donde no se debe. Es un lenguaje visual que dice muchas cosas con muy pocos elementos, pero que, si está bien hecho, pasará casi desapercibido para un transeúnte o un consumidor que seguirá sus indicaciones sin que ni siquiera asome a su imaginación el enorme esfuerzo, el trabajo y la larga historia que hay detrás de esas señales, símbolos y pictogramas. Es una especie de “manual de instrucciones para el mundo construido”, apunta el diseñador David Vanden-Eynden, que publicó en 2015 el libro Signage and Wayfinding Design: A Complete Guide to Creating Environmental Graphic Design Systems (Diseño de señalización y orientación: una guía completa para crear sistemas de diseño gráfico ambiental) junto a Chris Calori, su socia en el estudio neoyorquino CVEDesign.
“Hospitales, aeropuertos, estadios, centros comerciales, estaciones de trenes, centros de convenciones, aparcamientos… Son entornos complejos y cada día lo son más”, continúa Vanden-Eynden. Y añade: “Por eso, la señalización y la orientación están recibiendo más atención del público en general a pesar de todo. El mundo se ha vuelto más pequeño debido a los viajes e Internet y, por eso, ha aumentado la conciencia de la señalización, o la falta de ella, y la necesidad de mejorarla”.
En principio, el margen no parece muy grande en un ámbito, en general, muy regulado. Pero lo cierto es que este lenguaje gráfico no es tan universal como podría parecer en un principio y, de hecho, crea continuos desajustes culturales. Por ejemplo, en el metro de Bangkok, en Tailandia, hay un pictograma para ceder el asiento a los monjes budistas que al visitante occidental le costará identificar; en Nueva Zelanda, la imagen de la señal que advierte del posible cruce de animales tendrá la forma de esas pequeñas aves locales llamadas kiwi. En Japón, donde los turistas se han hecho tradicionalmente serios líos con iconos como el de correos (una especie de T dentro de un círculo), el de policía (una X) o el de los templos (una esvástica), lleva varios años adaptando su señalética a estándares internacionales de cara a los Juegos Olímpicos de Tokio de 2020.
En cuestión de tráfico, la regla más extendida es la Convención sobre Señalización Vial de Viena de 1968: la han firmado 69 países del mundo, incluidos los europeos. En el ámbito de los productos peligrosos, el Sistema Globalmente Armonizado de Clasificación y Etiquetado de Productos Químicos (GHS) es un estándar acordado bajo el paraguas de Naciones Unidas y extendido en buena parte del mundo desde hace dos años. Además, la Organización Internacional para la Estandarización (ISO, en sus siglas en inglés) es una entidad con sedes en 164 países que intenta exactamente lo que promete su nombre, también en el ámbito de los símbolos gráficos, ofreciendo bases comunes para todo tipo de pictogramas y señales de peligro, prohibición, obligación, emergencia…
Hay países, sin embargo, que no están dispuestos a renunciar a sus propias tradiciones señaléticas. Estados Unidos, sin ir más lejos, no está adherido a la Convención de Viena sobre señales de tráfico. Y un debate recurrente en aquel país es de la señal de salida más extendida, un rectángulo con la palabra EXIT escrita en rojo, frente a la más ampliamente aceptada en todo el mundo: ese señor verde corriendo de medio lado hacia la puerta, diseñado originalmente a finales de los años setenta por el japonés Yukio Ota (se le conoce popularmente como el corredor).
Y para terminar de complicar las cosas, al impulso de estandarización se suma otro contrario, de diferenciación. “Las personas extienden su búsqueda de una mayor calidad de vida desde el interior al exterior y desde el espacio personal al público”, escribe en un artículo de 2015 el profesor de Bellas Artes de la Universidad de Shandong, en China, Lu Liu. En su artículo, publicado en la revista canadiense Cross-Cultural Communication, Liu apunta la creciente necesidad de las ciudades de buscar su propia imagen, su identidad a través de una estética propia de sus sistemas de señalización y orientación. Cuatro años antes, el diseñador portugués Pedro Brandão, ya escribía: “Es importante que la política urbana de una ciudad ponga en valor la señalética, pues ella también hace visible la ciudad y da sentido al hecho de ser ciudadano”.
En Berlín, el hombrecillo del sombrero que marca el camino a los transeúntes desde los semáforos se ha convertido en un signo de identidad de la ciudad, recurrente en camisetas y póster. En Madrid, los personajes inclusivos de los semáforos (mujeres, parejas del mismo sexo) causaron sensación (y también polémica). Pero la capital tiene, además, un recientísimo ejemplo que está en el límite entre el logotipo y la señalética: la imagen de Madrid Central, el área de restricción al tráfico general en el corazón de la ciudad para intentar reducir los niveles de contaminación. “Era algo que se tenía que reconocer casi como un logotipo, a primera vista, pero con las características de las señales de tráfico, que requieren un reconocimiento casi instantáneo”, explica Nacho Padilla, director creativo del Ayuntamiento de Madrid durante el anterior mandato, con Manuela Carmena al frente del Consistorio. “Por eso se optó por una figura geométrica muy sencilla, a la que se le dio valor con esas hojas que forman la C, para darle el aire este de sostenibilidad que tenía la medida, y para intentar elevarlo por encima de la señal de tráfico más simple, pero sin hacerla más compleja”, añade sobre un trabajo que comenzó a inspirarse en dibujos japoneses del siglo XII (otro de los grandes del diseño español, “Cruz Novillo, bebe un poco de eso también, con sus logos rotundos de línea gruesa”, explica Padilla) y que firmó el creador Aníbal Hernández.
“La función de señalética que tiene el logo de Madrid Central, en cualquier caso, es indicar que aquí empieza el área restringida”, admite Hernández. Él concibe esa disciplina como algo distinto a lo que él hizo, algo absolutamente regulado, hiperfuncional, con unas plantillas muy rígidas y una larga historia en la que destacan pioneros como el suizo Josef Müller-Brockmann, conocido por sus sistemas de retículas, sus juegos geométricos y su uso de las tipografías.
Otros nombres que se han convertido en clásicos en este ámbito son los de Jock Kinneir y Margaret Calvert, autores del sistema de señalización de las autopistas británicas entre 1957 y 1967, que adaptaron a las islas los sistemas que ya estaban extendidos en el continente europeo: triángulos para las advertencias, círculos para las prohibiciones, rectángulos para la información, nombres en letras blancas, amarillo para los números. “La mayoría de nosotros damos por sentado lo que nos rodea. Las señales de orientación y los nombres de las calles son tan cruciales como una gota de aceite en un motor, sin la cual las partes en movimiento se paralizarían”, dijo Kinnier en 1965.
En España, el artista Alberto Corazón marcó uno de los grandes hitos en este ámbito con su rediseño a finales de los años ochenta de los planos de la red de Cercanías (había hecho todo la imagen de corporativa de la compañía); su idea de cambiar los mapas topográficos en un sencillo diagrama fue revolucionaria. El artista asegura que la señalética es una disciplina muy particular dentro de la comunicación gráfica (término que prefiere al de diseño gráfico), mucho más cerca de lo técnico que de lo artístico. Y absolutamente honrada: “En las actividades ligadas a la gráfica y la reproducción, creo que a veces lo que manejamos es el engaño: por ejemplo, en el diseño de cubiertas de libros, en los carteles, lo que tratamos es hacer crecer las expectativas respecto del libro, del espectáculo… Mientras que la señalética es al revés, es reducirla al mínimo, no permitirte ahí ninguna licencia”. Es una actividad, en definitiva, en la que todas las herramientas del diseño y de la creatividad se rinden a la función, “a la ética de la información”.
Y Corazón está especialmente orgulloso de aquel plano de Cercanías. Recuerda cómo al poco tiempo del rediseño, el dependiente de una gasolinera, al ver su nombre en la tarjeta de crédito, lo reconoció. “Me dijo: ‘No sabe cómo se lo agradezco, yo vengo de un pueblecito de Extremadura. Cuando llegué a Madrid, para mí la ciudad era un caos, un laberinto en el que no entendía nada… Hasta que entré en una estación de Cercanías, vi el mapa y dije: alguien ha pensado en mí”, cuenta Corazón con orgullo. “Y eso que mi nombre debía estar en una esquinita del mapa a cuerpo siete”, añade.